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La derrota del yo

En estos tiempos en que la exaltación del yo es la bandera que muchos levantan y presumen, ese llamado a la autoexaltación y el culto a sí mismo, nos recuerda a las características de los hombres de los postreros tiempos que se describe en 2 Timoteo 3 "habrá hombres amadores de sí mismos", donde los derechos de uno están por encima de todo. Cuando la autosuficiencia, la complacencia, la rebeldía, la extrema susceptibilidad y el rechazo a Dios es lo que predomina, hablar de “la derrota del yo” para algunos resulta inconcebible, anticuado y hasta ofensivo.

Luego muchos, curiosamente, terminan repitiendo argumentos ajenos impuestos por otros, mentiras que creen y que sin advertirlo se filtran en los corazones engañosos y llenos de orgullo. En Jeremías 17:9 dice “Engañoso es el corazón más que todas las cosas, y perverso; ¿quién lo conocerá?”. Entonces cada uno cree ser lo más importante en esta tierra, pensando que ser libre es hacer lo que uno quiere, sin rendir cuentas a nadie. Todo intento de mejorar la autoestima se contradice con lo que se puede observar en los comportamientos egocéntricos y el exagerado amor por uno mismo. Los resultados muchas veces son el agotamiento, las rivalidades, las relaciones destruidas y la insatisfacción.

Si nos preguntamos por qué ocurre esto, la respuesta es porque todos nacemos con una naturaleza pecaminosa. Cuando Adán pecó, el pecado de rebelión entró en la raza humana; los hombres creados por Dios a su imagen y semejanza se volvieron pecadores por naturaleza, con la consecuente muerte espiritual. En Romanos 5:12 dice “Por tanto, como el pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte, así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron”. "Todos" encierra a todos. Y en Eclesiastés 7:20 dice “Ciertamente no hay hombre justo en la tierra, que haga el bien y nunca peque”. Toda la humanidad está incluida.

En este mundo caído cuando se reconoce el pecado, generalmente se le atribuye al que está enfrente y no a uno mismo. Ahora, ¿qué es para los cristianos la derrota del yo? Para nosotros, los cristianos, “la derrota del yo” es nuestra victoria. Es el camino seguro hacia la felicidad y la vida eterna. Es la esencia de la vida cristiana.


Negarse a uno mismo

Es negarse a uno mismo. Este concepto lo podemos ver en todo el Nuevo Testamento. Jesús dijo a sus discípulos: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, y tome su cruz, y sígame” (Mateo 16:24). Y agregó “Porque todo el que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su vida por causa de mí, la hallará” (v.25). Lo cual implica una renuncia, una entrega verdadera.

Esto no significa que no tendremos deseos, emociones o que no usemos los talentos naturales que Dios nos dio; no significa que desaparezca nuestro temperamento, o que nuestra vida no tenga valor para Dios. Tampoco que nos expongamos a que nos hagan daño. Significa que ya no vivimos haciendo nuestra voluntad, sino la de Dios. Nada, ni siquiera la vida misma, se puede comparar con la nueva y verdadera vida que está escondida con Cristo. “Poned la mira en las cosas de arriba no en las de la tierra. Porque habéis muerto, y vuestra vida, está escondida con Cristo en Dios” (Colosenses 3:2-3).

Este es nuestro consuelo, nuestra seguridad y gozo, que nuestra vida está a salvo con Jesús, quien se dio asimismo por amor y vive en nosotros dándonos el poder para vivir por él y para él. Es morir para vivir. Es perder para ganar. (Colosenses 3: 5-10). El apóstol Pablo expresó: “Ahora ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí” (Gálatas 2:20). Se trata de caminar negando los deseos de la carne a los que estamos inclinados por naturaleza (Gálatas 5:19-21).

Seguir a Cristo

El que desee seguir a Cristo debe negarse a sí mismo. Es negarse a satisfacer todos los apetitos y disposiciones que nos hagan pecar y faltar a la ley del amor de Dios. Se trata de vivir en el poder del Espíritu para hacer lo que a Dios le agrada, siendo discípulos de Jesús. El Señor dijo: “Si alguno de ustedes quiere ser mi discípulo, tendrá que amarme más que a su padre o a su madre, más que a su esposa o a sus hijos, y más que a sus hermanos o hermanas. Ustedes no pueden seguirme, a menos que me amen más que a su propia vida” (Lucas 14:26 TLA).

Cuando reconocemos que hemos pecado contra Dios, que hemos hecho lo malo delante de sus ojos, nos arrepentimos de todo corazón y creemos que Jesús es el único que puede salvarnos, perdonar nuestros pecados, reconciliarnos con el Padre, nacemos de nuevo. Nacemos del Espíritu por la Palabra implantada. Dios hace una obra milagrosa en nosotros. Un hermoso regalo inmerecido. Jesús dijo “Te aseguro que si una persona no nace de nuevo no podrá ver el reino de Dios” (Juan 3:3 TLA).

Él nos da un corazón nuevo, limpio, con disposición y poder para obedecer y agradar a Dios. “Entonces los rociaré con agua pura y quedarán limpios. Lavaré de inmundicia y dejarán de rendir culto a ídolos. Les daré un corazón nuevo y pondré un espíritu nuevo dentro de ustedes. Les quitaré ese terco corazón de piedra y les daré un corazón tierno y receptivo. Pondré mi Espíritu en ustedes para que sigan mis decretos y se aseguren de obedecer mis ordenanzas” (Ezequiel 36:25-27 NTV). Un corazón al que hay que alimentar con nuestra relación con Jesús, el Pan de vida (Juan 6:35); un corazón aferrado a la Vid verdadera (Juan 15:1-5), iluminado con la lámpara de su Palabra, que renueva nuestro entendimiento.

Dice en Romanos 12:1-2 “Así que, hermanos, os ruego por las misericordias de Dios, que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro culto racional. No os conforméis a este siglo, sino transformaos por la renovación de vuestro entendimiento, para que comprobéis cual sea la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta”. Dios quiere lo mejor para nosotros. Nos dio a su Hijo para que tengamos esa vida nueva.

Nuestro yo debe morir cada día mientras progresamos en nuestra santificación, por la obra de su Espíritu que nos fue dado. Qué hermoso testimonio el de Juan el Bautista, el más grande de los profetas y que dijo acerca de Jesús en Juan 3:30 “Es necesario que él crezca, pero que yo mengüe”.

Y el ejemplo perfecto es la propia negación de Jesús, el Rey de los Cielos, el Autor de la vida, el manso y humilde de corazón. El apóstol Pablo nos exhorta a ser sus discípulos en Filipenses 2:5-8 “Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús, el cual, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz”.

La derrota que es victoria

Esta práctica de negarnos a nosotros mismos es nuestra preparación para ir a la presencia del Santo, Santo, Santo, a la morada de nuestro Padre celestial. Esa es la batalla que libramos aquí en la tierra, la cruz que debemos cargar en pos de nuestra liberación final. En pos de lo supremo. Para los cristianos la derrota final del yo será nuestra gran victoria en Cristo Jesús, por la victoria del sacrificio de la Cruz. Y cuando él venga a buscarnos para estar en su presencia, ya no habrá más pecado, ni dolor por sus consecuencias, no sufriremos injusticias; nuestra redención será completa, eterna y deleitosa.

Veremos a Jesús cara a cara y seremos totalmente transformados. Nuestra identidad está en Cristo como reflejos del Sol de Justicia, hechos a su imagen y semejanza. Dando testimonio de él a muchos. ¡Para su gloria y alabanza!






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